lunes, 17 de agosto de 2009

Erik Aguirre con otros poetas nicaragüenses

(De izquierda a derecha Adriano Corrales, Erick Aguirre, Juan Carlos Vílchez, Luis Aragón (pintor radicado en España), Manuel Martínez y Carlos Calero.)

Arquitecturas de la sospecha, de Carlos Calero Erick Aguirre | eaguirre@elnuevodiario.com.ni

Después de casi un año Carlos Calero ha vuelto sobre sus pasos de hijo pródigo de Nicaragua y de su poesía, hermano alejado pero entrañable de sus poetas, a presentarnos un nuevo libro que trae bajo el brazo: “Arquitecturas de la sospecha”.

Luego de leer las impresiones de Tomás Saraví sobre este libro, donde el escritor tico ha encontrado una subyugante gimnasia verbal y una forma particular de prosa poemática con un estilo preciso, mostrado ahora con un aplomo, una soltura y una seguridad formal envidiables; no puedo más que corroborar lo que de sus anteriores libros yo mismo he desprendido: que sus aciertos formales y sus nada gratuitos retruécanos no ensombrecen para nada la nobleza espiritual de su mensaje y la claridad crítica o la “conciencia histórica” de sus ideas.

Como crítico, me ha hecho volver los ojos hacia la Scienza Nuova, en la que Giambaptista Vico nos habla de un lenguaje y una poesía que se desarrollan fuera de toda regla.

Tratando de sumergirme ahora en este su nuevo libro, me percato de que, desde finales de los 80, Calero empezó a caminar (y desde entonces no ha retrocedido jamás) en una estética que desde todas sus improvisaciones emocionales, mnemotécnicas, subjetivas, le muestra todas las posibles e imprevisibles formas de libertad al espíritu.

Sus constantemente lúdicos efectos o retruécanos poéticos no parecen apoyarse en la racionalidad o el simple “deber ser”, impuesto a sus juegos metafóricos o a su constante construcción y deconstrucción imaginista, sino más bien al asombro constante, al éxtasis fulminante que se sucede en su permanente descubrimiento y cuestionamiento del mundo.

Pero, ¿cuál es esa, al parecer novedosa pero en verdad antigua estrategia retórica a la que recurre Calero para explicarse el mundo y para mostrar a sus lectores, a través de procedimientos aparentemente indefinibles, lo que sustancialmente sí resulta definible en la lectura de sus poemas?
Será siempre imposible tratar de descifrar “racionalmente” esa estrategia, porque es la estrategia común de la poesía a través del tiempo. Y los críticos no podemos más que formular preceptos que están implícitos en eso que conocemos como práctica poética, cuya función racional es frecuentemente ajena al propio poeta.

Por eso creo que Tomás Saraví tiene razón al concluir, después de tres libros y muchas lecturas, que la poesía de Carlos Calero está hecha de ideas escondidas que impulsan el efecto de muchas, infinitas sensaciones, y que todo eso no es más que una estrategia de seducción, una más de las formas de aprehender el Universo.

Paradojas de la mandíbula, comentario por el poeta Guillermo Fernández

Carlos Calero somete al lector a un lenguaje extremo en su libro Paradojas de la mandíbula. Y decimos extremo por incógnito, desmedido en su énfasis, mágico en sus hallazgos. Su palabra es un laberinto de osadías lingüísticas en el acontecer de un observador implacable, incapaz de probar el mundo sin el espasmo de una conciencia conmocionada, donde hallamos los ecos de estilos que perfilan madura expresión en su voz.
Calero descubre la epifanía de nuestro dolor cósmico en todas las cosas. Pero su mundo pesadillesco no se cifra en el caos. Aunque la amenaza apocalíptica está presente en cualquier esquina, incluso en el movimiento de una pieza de ajedrez, el verbo de este poeta es una sentencia severa y segura del desorden actual, y esa severidad y certeza es su logro, su catarsis, su alcance humano y artístico.
Por contraparte a su visión cataclísmica, Calero elabora en el encuentro amatorio una zona de inclusión humana posible. Sus prosas al erotismo instauran lo que el mundo dejó de vivir: el bolero de la carne, la agrimensura del deseo: “Nos desnuda la ofídica amada, con mordida y locura en los ojos.” A su vez, sus lucubraciones sobre la poesía ensayan una poética militante en su propia perseverancia: “Para el poeta no habrá descanso; no fortuna sin arriesgar el cielo”.
Paradojas de la mandíbula es canto del aeda todavía. Las más modernas imágenes del hombre fragmentado se entrelazan con la profesión de esa fe en la palabra, esa fe en la carne del amor.
El aeda vive. El aeda está entre nosotros. Y tiene cosas que decirnos.

***Guillermo Fernández, poeta, novelista y ensayista costarricense.

De derecha a izquierda los poetas nicaragüenses Juan Carlos Vílchez, Manuel Martínez y Carlos Calero

En el poemario “La costumbre del reflejo”, de Carlos Calero Plenitud del acoso Manuel Martínez (Poeta, novelista y narrador nicaragüense)

El poemario “La costumbre del reflejo”, del poeta nicaragüense Carlos Calero, recién publicado por Ediciones Andrómeda, Costa Rica, 2006, fue presentado en San José por el escritor costarricense Adriano Corrales. Es “un poemario afincado en la memoria. Como fotografías, daguerrotipos, o cinematógrafo”. Y Corrales señala vínculos y heredades presentes en este poemario con la gran tradición de la poesía nicaragüense.

Carlos Calero nació en Monimbó, Masaya, el 9 de agosto de 1953. Se graduó de licenciado en Español, por la UNAN-Managua. En 1981 obtuvo mención especial en el Concurso de Poesía Joven “Leonel Rugama”, y fue Coordinador Nacional de los Talleres de Poesía, que promovió en la década de los 80 el Ministerio de Cultura. Para esa época escribía: “Mis días felices/ fueron como una visita, inesperada/ y breve en sus estancias:/ el amor pasó inefable”. Y ese rapto de inspiración temprana, racional y premonitoria, revela el devenir de su propia vida, su historia.

El poeta Calero se vinculó durante muchos años a los Talleres de Poesía, pero supo mantener y rescatar la calidad de su propia voz y personalidad poética. Su poesía revela una tendencia pagana, un íntimo erotismo, un reencuentro con la memoria que es su pasado ancestral, la deidad interior encarnando en el verbo. Carlos Calero se ha constituido por mérito propio en una de las revelaciones de la poesía de la década de los ochenta.

Carlos Calero emigró hacia Costa Rica allá por 1987, en busca de la otra mitad de su patria: única, íntima y amorosa, y su autoexilio devino en nostalgia de la otra patria telúrica, cósmica y visionaria. Emigró a otra tierra, pero no emigró nunca de su verdadera patria que es la poesía: espacio real o sitio imaginario donde habita la auténtica nostalgia, los recuerdos y la memoria, que eso es lo que somos.

De esos vínculos intrínsecos, de sus idas y venidas, en un retorno que no termina nunca, nos trajo su primera entrega: “El humano oficio” (CNE, 2000); esos poemas revelan, reflejan, tocan su “angustia, su nostalgia”. “Mi deseo de estar no estando, mi situación en el espacio de la palabra, el arte y la geografía vecina”, escribe. Como un canto desesperado nos advierte: “Porque las puertas de la redención se cerraron, con mano de muerte calcinada;/ el imponente fatalismo aceptado por la memoria/ fue huestes de sombras y odios de cacicazgos…”.

Ahora regresa con este nuevo poemario “La costumbre del reflejo”. Consta de cuatro apartados: Plenitud del acoso, La cuna amorosa, La sed confesada y Sudoración del deseo. Al leer los poemas que integran este texto de Calero, se siente la evocación de la infancia: “Fuimos niños, dolorosa y secretamente niños”, donde revive el aire colonial de corredores y ladrillos de doble gruesos y con jaspes lustrosos que escondían la pobreza. Se percibe la intensidad del retorno: “Flota el espíritu del parque; el tritón de piedra custodia la fuente y hunde el tridente donde no hay mar, ni barco que revise bitácoras para el retorno”.

Trata de reconstruir mediante la evocación de la “memoria que guarda todo intacto”: el barrio, la ciudad, el parque, la laguna embrujada, las calles en penumbras, los ahuizotes: el misterio de la vida, plasmadas en estampas, paisajes y postales. Reconstruir mediante la evocación en versos largos, en prosema, el poema de lo vivido, un pasado que no cesa, que siempre estará presente: “La memoria vuelve al crisol del estudio. Dios muestra cartografías de un cielo sin bitácora de historia”.

Estos poemas recuerdan en cierto modo La Calzada de Jesús del Monte, de Eliseo Diego, pero también a Ernesto Mejía Sánchez y, aunque de otro modo, ciertos poemas de Santiago Molina. “Cruz y corazón en el osario… me increparon inéditos rostros que no eran mis demonios”.

Y, sin embargo, ésos son sus demonios, caras, máscaras, rostros y más caras que en la evocación parecen otros, pero son sus mismos seres familiares y la vecindad de toda la vida, difuminados y estilizados como en una pesadilla o en un sueño.

En fin, se trata del “tropiezo de luz y fuego de nuestros boleros tristes en roconolas calladas sin que amanezca”, o como él mismo lo canta o la declara, porque también se trata de una declaración vital, existencial, necesaria: Mi “biografía de pueblos olvidados yace en las humaredas con vagones que tal vez retornan a la costumbre”. Se trata, por demás, de un poemario homenaje a Masaya natal, a Nicaragua nutricia, y a sí mismo. Por mi parte, celebro el nacimiento de un nuevo libro de poemas de Carlos Calero, que viene a reafirmar la calidad de la poesía escrita en esta provincia del idioma español, que es Nicaragua.

jul 12, 2008 Nuevo libro de Carlos Calero Arquitecturas de la sospecha Tomás Saraví

Ya en sus penúltimos volúmenes poéticos (“La costumbre del reflejo”, 2006, y “Paradojas de la mandíbula”, 2007), el poeta Carlos Calero nos introdujo con soltura en su particular forma de prosa poemática, estilo preciso que lo define con gran claridad. Su tono es inconfundible, su gimnasia verbal se apodera de nosotros.

En esta nueva entrega (“Arquitecturas de la sospecha”), Carlos subraya sus aciertos formales en este territorio del cual se ha apoderado con envidiable seguridad formal, con un aplomo que de ninguna manera ensombrece la calidad de sus ideas.

Un rico material de reflexiones, de enfoques ideológicos precisos, siempre con un toque erótico que en él es permanente: para Calero descubrir el mundo es descubrir “las cartas y los besos felices de una noche con lluvia”.

Quizás en esta nueva entrega hemos descubierto su secreto: al despojarse de preocupaciones en cuanto al manejo del lenguaje poético, el vate nicaragüense transita por un sendero esencialmente existencial.

Su estilo es apoderarse del lector por imperio de una catarata de emociones, por un discurso que no está hecho de ideas, sino de sensaciones.

Por fin lo hemos descubierto: Calero describe el mundo que lo rodea como si estuviera recorriendo el cuerpo de una mujer amada. Al apoderarse de ella, se apodera del Universo.
Carlos Calero
Nace en Masaya, Nicaragua, 1953, en un barrio conocido como Monimbó, que bordea una laguna y es atravesado por ancestrales ritos y leyendas. Desde hace mucho tiempo vive en Costa Rica, donde ejerce la labor docente en una universidad y en educación media. Posee grado académico de Master en Ciencias de la Educación. Ha publicado tres libros de poemas: El humano oficio (Centro Nicaragüense de Escritores), La costumbre del reflejo y Paradojas de la mandíbula (ambos publicados por Ediciones Andrómeda, San José, Costa Rica).

Pusiste tus labios

I
Pusiste tus labios entre mis muslos, casi naufragio, incendio, quema de bosques con sombras y un deseo que no se consumió en tus ojos.
II
Pusiste tus labios entre mis muslos y me hundí en un abismo que no supe olvidar porque la elevación del asombro te iba dejando agradecida,
III
y como una gata afilaste las uñas con la impaciencia de volver a satisfacer tus labios.
Carlos Calero

Pavesa

I
Y fue muy quedito, casi un brinquito de rumor, pegado a la frontera del silencio y el breve chasquido de las palabras;
II
y quise decirte algo, pero despacito, sin que lo notaras, sin que lo presintieras, algo muy breve, invisible a veces, talvez como el agua que corre y nos deja un ranura de sospecha en los ojos;
III
y vos inquieta, casi en posición de gacela, arisca, con las orejas levantadas y el viento en las narices;
IV
y vos como en un sortilegio o milagro, siempre detrás de mis palabras.
V
Y fue muy quedito, casi como que no lo supieras, y si decidí marcharme fue con la fuerza de una pavesa que salta de la chispa y desaparece.
Carlos Calero

La serpiente no tiene edad

I
La serpiente no tiene edad; estudia la memoria y se las ingenia con el báculo de la cola; pasa, deja hijos y pieles olvidadas; pasa hambrienta al otro lado del tiempo y la imposibilidad de salvar las nostalgias,
II
y su lengua discierne los relojes en los oficios del sol que se alimenta bajo las piedras;
III
cuando está cansada la serpiente, y con tanto amor nos muerde; revela nuestro colmillo que apetece breñales y troncos de árboles ansiosos de la presa que en su reflexión se agazapa dentro del abismo que no vemos.
IV
La serpiente no tiene edad, y se lo celebramos.
V
Qué será de nuestro miedo, eterno, mientras repta nuestros muslos y la pelvis, vibrante, con diente que no conoce el sabor de la sangre ni los inútiles venenos,
VI
y cada vez, cuando cerramos el placer, vibran los sueños, y silban en un sueño que se arrollan a nuestra costilla con el silencio que abandona la cueva;
VII
entonces se enrosca una leyenda, rueda a la par de nuestro miedo sin volverse piedra; pues la serpiente que no tiene edad asfixia nuestro pánico a conocernos.

De islas II

I
Las precipitaciones de la curiosidad nos llevan al borde de las islas, y desde ahí se configura una idea más clara de los abismos que justifican la existencia de estas porciones de tierra que se adelantaron al agua para no ceder ante la plana mano del cielo
II
que sobó las aguas como para acarician el vacío alegre de ver otro cielo con la cara limpia, pura, extensamente sonora, habitada por peces maestros en devolverle al aire la costumbre de sentirse libre en la quijada del silencio llamado a descifrar lo innombrable.
Carlos Calero

De islas I

I
Nunca he pensado en una isla, como para habitarla;
II
extraño, pues de alguna manera las he habitado, las sueño, están en los desgarramientos de mis ideas que van juntando palabras y sílabas hasta llegar a la gran isla de música que son letras alegres, colocadas de tal forma que desatan orquestaciones secretas que solo las islas tienen.
Carlas Calero

Cada palabra

I
Cada palabra, una vez que la pronuncio, se me esconde; se me resiste; no doy con ella por más que la toque con el deseo y la memoria;
II
por qué será que esta palabra busca sus propios refugios, no le gusta que conozcamos sus recursos, como tampoco se da y explica cómo ha venido desde el fondo inusitado de las cosas que nos rodean.
III
Cada palabra que digo, una vez que la pronuncio, está al otro lado, única, irrepetible, buscando cómo explicarme que no está en ella dejar de ser lo que ha sido.
Carlos Calero

Alegato de un poeta para justificar su desazón, al oler un pedito de su mujer antes de dormirse, por culpa de un poema en ciernes

I
Los dioses, si es que algún día nos prometen algo, podrían afilarnos las garras de la intromisión y nos tentaría rasgar el frontispicio, y con más guerra contra el tiempo hasta elucubrar acerca de nuestra propia existencia sin zambullirnos en el agua enamorable;
II
eso sería un colador de luz en la inteligencia, locuaz consternación que salta como liebre de hidrocarburo en plena calle atrapada para soñar con almohadas secretas y suculenta desfloración del pudor salido del espejo retrovisor sin traicionar los ojos.
III
Y hay promoción televisada de dioses inclinados ante nuestra garganta indiscreta cuando nos metemos con sigilo a la cama para intentar invocar la corriente de sangre que aletea empozada en los silencios.
IV
Y el poeta,
V
consternado por tanta envidia y su propia naturaleza no soporta equivocarse con el lenguaje y tarda horas, meses y hasta destiñe calendarios en precisar su apetencia,
VI
pues se la pasa pegando slogans en las paredes con el recuerdo para adular su indiscreta sombra que lo jala para negociar con la memoria ese algo que hace retorcernos mientras los demonios exudan gemidos, metáforas y pezuñas del tridente, o punzadas de sierpe embramada;
VII
todo por culpa de los dioses que han perdido la facultad de la lascivia y nos envidian, pues para embetunar la palabra de los montes etéreos recuerdo que ella, mientras entraba y salía de mis brazos dijo: me permitís un pedito ahora que estás por dormirte con ese tu próximo poema que me ha quitado el fragor de tu deseo, y ni te has dado cuenta de que me has acostumbrado a no vaciar mis intestinos desesperados, porque te vas inspirando hasta salir por la ventana con ese tu recurso imbécil de traficar con las palabras.
Carlos Calero

Acápite

I
Dónde quedó el lado, reverso lado sinuoso y burla, imposible separarlo del filón que amarra ideas sostenidas por el hilo invisible del corazón o carne puesta sobre la mano que busca cómo deshacerse de ese estorbo, ese ripio de la geometría;
II
deshacerse de la morbosa pasión sobre la página donde sucumben las visiones, pues de grasa y hueso se llenan las bocas golosas, el tropezón del mundo que harta de los vicios, y espacios vacuos que desolan las ideas insípidas;
III
dónde estará ese vórtice, muy antónimo o mimético de la nada,
IV
oscuro advenimiento del terror a quedarse sin palabras que dan vueltas y retornan a ser la ingenua certeza de que hay un destello de la misma palabra;
V
dónde, entonces, afiebrados caeremos a los pies de la pezuña mientras lamemos las esquirlas en el diente sacro que asoma fétido donde no has podido escuchar chasquidos que se hunden en sí mismos por falta de audiencia agasajada y la bilis.
VI
Qué habrá por ver, por oler, por soñar si nada queda; pareciera que la ensoñación explotó en su globo fecal con emanaciones hechizadas por maliciosos cielos que obstruyen los ojos entre la lectura de un paisaje vacío y la gordura de sentirse feliz a tientas o a deshoras vampirescas
VII
pues siempre ante nosotros fracasan los relojes y nos dejan agujas para que confiemos en la memoria del hielo;
VIII
adefesio insólito que nos deja prefijos, nos deja prólogos, algún espacio aparte, en acápites que anulan pues no sabemos cómo pasar de muertos a vivos o confiamos de las paradojas mientras se nos derrumba la esperanza al donar parte de nuestra vida de ácaro pretensioso
IX
para que, como toro burlado, se espacie la fe en algo que nunca será nuestro porque no está en nosotros ni en nada la rueda que empieza donde concluye el infierno que con vocación de demonio atizamos con el poder fecal del mitómano.
Carlos Calero