lunes, 17 de agosto de 2009

Paradojas de la mandíbula, comentario por el poeta Guillermo Fernández

Carlos Calero somete al lector a un lenguaje extremo en su libro Paradojas de la mandíbula. Y decimos extremo por incógnito, desmedido en su énfasis, mágico en sus hallazgos. Su palabra es un laberinto de osadías lingüísticas en el acontecer de un observador implacable, incapaz de probar el mundo sin el espasmo de una conciencia conmocionada, donde hallamos los ecos de estilos que perfilan madura expresión en su voz.
Calero descubre la epifanía de nuestro dolor cósmico en todas las cosas. Pero su mundo pesadillesco no se cifra en el caos. Aunque la amenaza apocalíptica está presente en cualquier esquina, incluso en el movimiento de una pieza de ajedrez, el verbo de este poeta es una sentencia severa y segura del desorden actual, y esa severidad y certeza es su logro, su catarsis, su alcance humano y artístico.
Por contraparte a su visión cataclísmica, Calero elabora en el encuentro amatorio una zona de inclusión humana posible. Sus prosas al erotismo instauran lo que el mundo dejó de vivir: el bolero de la carne, la agrimensura del deseo: “Nos desnuda la ofídica amada, con mordida y locura en los ojos.” A su vez, sus lucubraciones sobre la poesía ensayan una poética militante en su propia perseverancia: “Para el poeta no habrá descanso; no fortuna sin arriesgar el cielo”.
Paradojas de la mandíbula es canto del aeda todavía. Las más modernas imágenes del hombre fragmentado se entrelazan con la profesión de esa fe en la palabra, esa fe en la carne del amor.
El aeda vive. El aeda está entre nosotros. Y tiene cosas que decirnos.

***Guillermo Fernández, poeta, novelista y ensayista costarricense.

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